lunes, 6 de febrero de 2012

Tarantella

Hay una casita en Tarento, junto al puerto, una pequeña construcción en adobe y ladrillo, encalada una y mil veces en un vano intento de reinventarla cada vez que cambia de manos. En la fachada que enfrenta al mar hay una ventana cuyos vanos y persianas sufren el inmisericorde sol mediterráneo. Toda casa que se precie posee una historia que va ligada a ella, unas veces con luz, otras con sombras pero siempre particular y genuina.

Giuseppe la construyó con sus propias manos, como casi todos los tarentinos, vivía de lo que el mar surtía, así que tiró el pequeño cobertizo que su abuelo le dejó y la alzó cuando desposó a María, la flor que convirtió en oasis su desierto, como solía llamarla. Solía permanecer en la ventana al alba mientras el barco de Giuseppe entraba a puerto. Él hacía sonar la sirena tan pronto divisaba el resplandor de su mirada.

Hay hábitos que no por mucho repetirlos se convierten en rutina; aquella imagen en la ventana, aún siendo frecuente, no dejaba de ser un motivo de gozo, la razón de un aliento, el motor de su vida. Cuando las luces de Tarento se dibujaban en el horizonte, sobre el monótono chapoteo del agua sobre el casco de la nave, se elevaba la voz de Giuseppe cuyo torrente no cesaba hasta divisar la sonrisa de su amada en la ventana.

Tanto amor cabía en su cantar, tanta luz rebosaban sus notas y tanta felicidad procuraban a quienes las escuchaban que aún hoy los tarentinos cortejan a la persona amada con él.



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