domingo, 9 de octubre de 2011

Una infancia normal

Cuántas veces me quedaba boquiabierta al contemplar las series familiares idílicas en la televisión, o los rostros felices de mis compañeros cuando relataban sus aventuras de fin de semana con los suyos. Yo quería una infancia normal, como la de cualquier niño, esos que juegan al atardecer, se reunen para contar historias o se acercan al río para deslizar piedras por la superficie del agua.

Una madre normal, de las que se enfurecen cuando llegas tarde o cuando apareces con la ropa de tía Gertrudis salpicada de travesuras, de las que sirven platos que no se inmutan ante tu voraz apetito. Un padre al uso clásico, de los que se disgustan con una mala nota, de los que olvidan tu onomástica, de los que convencen a mamá cuando pides algo desorbitado. Sin embargo nadie en mi oráculo particular escucho mis plegarias.

Mamá solo sabía viajar a la nevera entre pitillo y pitillo, hasta que trasladó su residencia al sofá y convirtió el mando a distancia en su nuevo brazo. Al llegar del colegio, buscaba entre sus restos algo comestible para saciar esa horrible sensación en mi vientre. Papá observaba atónito la situación incapaz de resolver el problema, desbordado en su capacidad. Los días que se percataba de mi presencia, me miraba lastimosamente, tomaba mi mano y me rescataba al paraíso de la comida rápida pensando quizás que esa acción podría suplir la evidente dejadez a la que era sometida.

Conseguí graduarme en supervivencia, licenciarme en manejo de ausencias maternas y doctorarme en alimentación bajo condiciones extremas... Soñaba continuamente, imaginaba que un día, al salir del colegio, mis padres habían conseguido escapar del hechizo que alguna bruja malvada les provocó y huíamos felices a una tierra lejana. Soñaba incluso cuando mis ojos permanecían abiertos.

Mientras mis pensamientos caminaban en esos derroteros, intente mover el brazo pero una extraña fuerza me lo impedía. Al tratar de zafarme sentí como un aguijón en el codo, adiviné que bajo el inocente aspecto de aquella gasa una aguja penetraba en mi cuerpo. Al otro lado, tía Gertrudis apretaba con suavidad mi mano mientras acariciaba mi pelo y repetía todo esta bien. Como si de un lector se tratase, regresé al momento cuando este episodio comenzó. El día que, a la vuelta de clase, súbitamente las sombras me rodearon y todo se fundió en negro.

No recuerdo más aunque me esfuerce en ello, recuerdo sin embargo el día en que aquella terrible pesadilla acabó, cuando la dicha retornó a mi vida, cuando todo lo que alguna vez había soñado se hizo realidad… ahora mi nueva familia ha devuelto la sonrisa a mi rostro.

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